lunes, 11 de abril de 2016

Composición tema: autos y peatones

Composición tema: autos y peatones

Estoy en la edad de los por qué.
Así como está de moda en los jóvenes nunca superar la adolescencia, yo no me decido a salir de la infancia. Comparto con los niños la necesidad de comerme al mundo con los sentidos: esa esponjosidad espiritual que convierte las situaciones más insignificantes en objetos de gran interés. Las cosas que me duelen, me afectan con una intensidad de juicio final, los sabores desagradables me ponen el estómago del revés, los desprecios me llevan al borde de las lágrimas, y me apena que no confíen en mí.
Me gusta viajar del lado de la ventanilla.
Me gusta que me cuenten historias emocionantes antes de irme a dormir.
Me gusta que me hablen con voz dulce y segura de cosas interesantes.
Y desde mi niñez hasta ahora, debo confesar, las cosas interesantes han cambiado poco: siempre pertenecen al reino de lo que todavía no sé.
Así como lo desconocido se actualiza permanentemente, los únicos conocimientos útiles, duraderos, serios, son los que se adquieren en la niñez.
Todo lo necesario para vivir se aprende en el jardín de infantes.
Del jardín, lo peor era la seño esos días que traía la guitarra y nos obligaba a acompañarla en canciones vergonzantes protagonizadas por tortugas pretenciosas y faroleras tropezadas.
(La seño Luli es alta, hermosa, tiene las piernas larguísimas y desde aquí abajo se le ven los calzones.)
Del mundo adulto me fastidian los compromisos con horarios y tener que pasarme la vida pagando cuentas.
También me fastidia tener que desplazarme en esos camiones mal tuneados, siempre coloreados de amarillo, que nos hemos acostumbrado a denominar sólo con un adjetivo: “colectivos”. Allí es adonde uno conoce las miserias de la vida, los olores corporales, la música de los otros, y donde se adquiere la melancólica convicción de que un viaje puede interrumpirse en el momento menos conveniente y en el lugar más peligroso.
Del colectivo, esa pesadilla sobre seis ruedas, me molesta que sea horrible, ruidoso, habitado por gente rara y que se haga rogar. Porque viajar en colectivo puede ser entretenido, sobre todo en viajes largos, pero tener que esperarlo tiene un efecto tan perturbador como la cola del dentista. Esperar el colectivo debe ser una de las pérdidas de tiempo más irritantes y descorazonadoras que existen, especialmente cuando esperás colectivos de mierda que no vienen nunca, como hago yo.
El valor del boleto de colectivo es inversamente proporcional a la calidad de sus prestaciones.
Por eso, en algún sentido, me gustaría tener auto.
Tener auto significa moverse libremente en una cápsula de acero por las rutas de la patria precedido por el rugido ensordecedor de su motor, atravesar las calles y las autopistas a 300 kilómetros por hora y dejarlas envueltas en un denso velo de potencia varonil.
Porque el automóvil, cuando está en movimiento, es el vehículo que todo niño quisiera tener. Por eso los argentinos, que somos un poco infantiles, apenas podemos corremos a comprarnos un auto.
Ahora que nos va bien, todos notan que hay muchos más tránsito en la calle y que la única manera de cruzar avenida San Martín a las diez de la mañana cuando la EPE corta la luz es volver a nacer, pero del otro lado.
Lo malo de los autos es cuando hay demasiados.
Cuando sobran los autos, la presidenta se pone contenta, porque se reactiva el mercado interno y se fortalece el aparato productivo. Los médicos también están felices porque aumentan los accidentes y ya no se aburren tanto en las guardias.
Cuando sobran autos, los peatones se alarman y se orinan encima cada vez que tienen que cruzar la calle.
A los peatones hay una cosa que los pone felices, una cosa mágica y liberadora que los arropa durante las noches invernales: los peatones no necesitan estacionar.
Para el automovilista, la necesidad de estacionar pone en crisis sus valores y su educación; aquellos conceptos primordiales que le impartió la seño en la salita verde, aquel primer esbozo de propiedad privada: “Cuidá tus cosas”, a tu papá le cuesta un montón que vos tengas “cosas”, no las andés dejando olvidadas en el pupitre.
Aprendemos en el jardín, como les decía al principio, lo más importante. Para poder conservar nuestras “cosas” y evitar que sean enajenadas por descuidistas, por la codicia ajena, por el viento o por los duendecillos, debemos guardarlas en un “lugar”.
Pero con el auto el asunto es bastante más complicado: cuando el automóvil es la “cosa” y el estacionamiento es el “lugar” resulta sumamente complejo lograr que ambos se junten en amorosa cópula.
De hecho el automóvil, que tanto nos facilita trasladar nuestros cuerpos de un sitio a otro, también puede transportarnos a un infierno de stress, furia y violencia homicida cuando el tiempo aprieta y no encontramos un lugar donde dejarlo. A veces es más prolongado el proceso del estacionamiento que el traslado, lo que provoca que el automovilista sea ganado por la furia.
Hay una máxima que todos debemos conocer: cuanto más interesante es el lugar al que queremos ir, más difícil se hace estacionar y más lejos se debe dejar el vehículo.
En momentos tales, el automovilista tiende a perder la razón, a invertir la relación “cosa/lugar”, a sospechar que la “cosa” por ahí es un obstáculo y que el “lugar, debido a su escasez, es seguramente mucho más valioso, y empieza a fantasear con que el auto desapareciese o se desintegrase, para librarnos de las complicaciones y la desdicha.
Quizás un día inventen el automóvil descartable, que una vez utilizado se transforme en pizza. O la teletransportación de Star Trek, que puede llevarnos de un lugar a otro en instantes y sin requerir artefactos adicionales. Lo único que parece seguro, momentáneamente, es que llegara un día en que habrá tantos autos y tanto tránsito que será imposible estacionar, y que los autos circularán sin pausa , aminorando la velocidad apenas para que alguno de sus tripulantes descienda o ascienda a la máquina , y que mediante un inverosímil mecanismo automático seguirán funcionando aunque nadie los tripule, alejándose de nosotros para volver solo cuando necesitemos regresar. Hasta entonces, disfrutemos de esos momentos eternos, indescriptibles, llenos de hastío y soledad, en que tenemos que esperar el 35/9 para reflexionar sobre lo generosa que fue la vida con nosotros al no dotarnos de una “cosa” molesta y artificial que nunca encuentra un “lugar” donde acomodarse. Acá la única “cosa” soy yo, diremos. Que no es poco, para empezar.
EL “Docto” Garcya, Licenciado en Todas las Cosas

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